ESCRIBE BRUNO CELIBERTI
ESPECIAL PARA LA NUEVA VERDAD DE RAUCH
En un rincón de Argentina, hay un niño que mirará la final entre River y Boca. Faltan quince minutos para el arranque del partido y no está solo. Sus padres toman mate y él, aprovecha la distracción para ponerle mucha azúcar a su chocolatada preferida en la punta de la mesa.
Ellos no saben lo que pasará en dos horas. Pero son felices, porque, por un rato, el amor que sienten por un club tapará los problemas para llegar a fin de mes y demás golpes de la vida, como la ausencia del abuelo para mirar el partido. Y sí, el fútbol provoca estas cosas.
No puedo observar que camiseta lleva puesta la familia, porque estoy muy lejos de la escena, pero veo que el niño, particularmente hoy, se rehúsa a imaginarse una dolorosa derrota que tiña su infancia. Hoy quiere ganar como sea, no le importa si juegan bien o mal, quiere ganar como sea.
Cierra los ojos mientras escucha las formaciones iniciales y sueña con el lunes yendo a la escuela con la camiseta de su equipo, victorioso y sonriente. Las cargadas le duelen, por eso, no quiere sufrirlas sino hacérselas a sus amigos del clásico rival. Un ritual que lo acompañará toda su vida.
La pelota está por empezar a rodar, cuando lanza múltiples promesas silenciosas. Jura que no pedirá golosinas nunca más, tampoco juguetes caros, pondrá la mesa todos los santos días y no hará renegar en su casa. Se las otorga a un Dios que no conoce, pero que le han dicho que hace milagros.
“Comenzó la final del mundo” dice la euforia del relator. “Vamos…” dice el padre. No puedo escuchar que equipo se esconde detrás de ese aliento. Poco importa, porque podría ser bostero o gallina. Hasta me animaría a escribir que la final tendrá los mismos sentimientos, aún con el resultado final. Una historia muy diferente pero unida por la pasión.